Saturday, November 24, 2012

La prohibición




De nuevo me pasó. Entro en una librería “para matar tiempo”. Ipso facto me impongo un candado mental: “NO vas a comprar NADA. Tienes muchos libros en la casa, esperando a ser leídos.” Y hasta me contesto un “sí” de lo más mentiroso y siento en mi mente como si yo misma me hubiese amarrado las manos para no tocar.

“¿Qué rayos hago aquí? Éste es el peor lugar; tentación total”, pienso mientras mis pies ya me llevan adentro de la tienda, sabios amigos míos, que entienden más lo que se siente que lo deontológico. ¡Qué prohibido ni que nada! Cuando me doy cuenta, ya estoy disfrutando el delicioso silencio que generan los estantes llenos de libros. Tranquilidad; eso es lo que siento entre los libros… y un poquito de esa claridad de estar ‘en el lugar correcto’, sin importar realmente dónde me encuentre.

En fin, cuando logro darme cuenta ya estoy entre los grandes; mis cómplices y amigos por lo que yo conozco como eternidad. Soy ecléctica, creo. Me vibra un poquito la tripa en el momento de reconocer a aquellos autores “amigos especiales” míos (al menos en mi imaginación). Así, me encuentro de frente a Saramago y lo saludo respetuosamente. “¿Ves?”, me dice mi cabeza, “Estás en el lugar correcto.” Y siento el pecho un poco más tibio de lo normal. Sonrío frente al Evangelio según Jesucristo y me vienen a la mente algunas de las sensaciones que me generó una obra tan hermosamente llena de complicidad. Es simplemente perfecta y me invade la NECESIDAD de volver a leerla. Así que decido seguir, un poquito angustiada por la idea de que no me va a alcanzar la vida para leer todo lo que quiero.

Y apenas han pasado 3 minutos. Demonios. Siento cómo la prohibición está cediendo un poquito y la reitero: “en serio NO vas a comprar nada hasta que termines de leer todo lo que tienes atrasado”, sentencio. Pero hay una parte de mí que SABE que no es cierto, que sólo es cuestión de seguir “matando el tiempo” y eventualmente encontraré algo irresistible.

Camino por otro pasillo, sin rumbo realmente. La tentación está en todas partes. Recuerdo con nostalgia mis tiempos de estudiante, en donde “la prohibición” estaba sustentada en que no podía comprar todos los libros que hubiera querido. Y funcionaba mejor, ciertamente. Con esta idea en la mente, mi corazón da un brinco al encontrar el libro Cosmos. Inmediatamente pasan dos cosas: me pongo triste, como siempre que pienso en Carl Sagan, que murió sin ir al espacio; y me digo: “¡Epa! ¡Ése ya lo tienes!”. Me río y la gente se me queda viendo un poco raro. “Sí, estoy platicando conmigo misma. ¿Les molesta?”, pienso para mis adentros y sigo caminando. Siete minutos y medio. Faltan 23 para mi reunión y cada vez siento más que no voy a salir de este lugar sin algo en las manos.

Me muevo hacia los libros de cocina, en donde la tentación baja considerablemente (la última opción, por supuesto, es superación personal). Pastas, carnes, platillos mexicanos, Cortázar… ¿qué hace aquí ‘El libro de Manuel’, en una edición mucho más bonita que la que tengo en casa? “Palabra clave: la que TENGO EN CASA”, me dice mi cerebro, mientras manda la orden de dejar ese libro en donde lo encontré. Manazo mental y mis piernas me llevan a otro lado.

Me topo de frente con Anne Rice (placer culpable, igual que Stephen King – a estas alturas, he aprendido a aceptarme como soy). En esta sección es más sencillo resistir la tentación, pues mi mente salta inmediatamente con el muy apropiado argumento de ‘están traducidos al español’, pues sé perfectamente que prefiero leer los libros en su versión original, cuando me es posible. Dado que éste es el caso, Anne Rice regresa al estante y yo pícaramente me percato de que la librería tiene una sección de libros en inglés. “Peligro, no vayas”, pienso, mientras me doy cuenta que ya es demasiado tarde. Así que salta de inmediato la excusa ‘por Amazon son mucho más baratos’ y me prometo a mí misma que sólo voy a ver. De todas formas, no encuentro nada interesante y al minuto 14 decido moverme de ahí.

Bueno, ya casi pasó la mitad del tiempo y vamos bien. Me encuentro unas agendas y me acuerdo de lo incómodo que era andar cargando la agenda a todos lados. ¡Qué tiempos aquéllos! Me pregunto si aún habrá quien compre agendas impresas. Me imagino que sí, puesto que las siguen vendiendo. Hasta ganas me dan de comprar una, aunque no sé bien para qué la quiero. Huelo el peligro inminente y decido emprender camino hacia otra sección.

Discos y películas. Una aglomeración de personas manoseándolos me dice que será más fácil resistir la tentación de este lado. Recorro todos los géneros musicales y del cine, sin que nada me haga exaltar. Orgullosa de mi autocontrol, decido salir de la tienda para acudir a mi cita. Llegaré 5 minutos temprano, me dará tiempo de cambiarme los zapatos y alistarme. Camino a la salida, caigo en la trampa: ahí está, de mi lado derecho, arrumbada entre miles de otros discos olvidados, la versión completa de la serie Cosmos. Siento el ceño fruncirse y mi corazón dar un gran salto, mientras algo dentro de mí se burla de mí misma y de la prohibición. “Sabes que los querías desde hace demasiado”, retumba en mis oídos. No entiendo muy bien cómo puedo estar enojada y jubilosa al mismo tiempo. Pero soy cautelosa. Reviso que el audio sea el original en inglés. Es. Reviso luego el precio, diciéndome que no tengo mucho dinero y no lo puedo gastar en esas cosas, porque no es sabio y me voy a queda… ¡cuesta 160 pesos!

Saqué mis zapatos de la bolsa, me calcé los tacones y entré airosa a mi reunión, sabiendo que en mi bolsa me sonreía Carl Sagan, que entiende perfectamente cuáles son los límites de la prohibición. Concluye mi parte sensata que no fue para nada buena idea entrar a la librería, pero bien sabe que no es cierto.