De nuevo me pasó. Entro en una
librería “para matar tiempo”. Ipso facto
me impongo un candado mental: “NO vas a comprar NADA. Tienes muchos libros en
la casa, esperando a ser leídos.” Y hasta me contesto un “sí” de lo más
mentiroso y siento en mi mente como si yo misma me hubiese amarrado las manos
para no tocar.
“¿Qué rayos hago aquí? Éste es el
peor lugar; tentación total”, pienso mientras mis pies ya me llevan adentro de
la tienda, sabios amigos míos, que entienden más lo que se siente que lo
deontológico. ¡Qué prohibido ni que nada! Cuando me doy cuenta, ya estoy
disfrutando el delicioso silencio que generan los estantes llenos de libros.
Tranquilidad; eso es lo que siento entre los libros… y un poquito de esa
claridad de estar ‘en el lugar correcto’, sin importar realmente dónde me
encuentre.
En fin, cuando logro darme cuenta
ya estoy entre los grandes; mis cómplices y amigos por lo que yo conozco como
eternidad. Soy ecléctica, creo. Me vibra un poquito la tripa en el momento de
reconocer a aquellos autores “amigos especiales” míos (al menos en mi
imaginación). Así, me encuentro de frente a Saramago y lo saludo
respetuosamente. “¿Ves?”, me dice mi cabeza, “Estás en el lugar correcto.” Y
siento el pecho un poco más tibio de lo normal. Sonrío frente al Evangelio
según Jesucristo y me vienen a la mente algunas de las sensaciones que me
generó una obra tan hermosamente llena de complicidad. Es simplemente perfecta
y me invade la NECESIDAD de volver a leerla. Así que decido seguir, un poquito
angustiada por la idea de que no me va a alcanzar la vida para leer todo lo que
quiero.
Y apenas han pasado 3 minutos. Demonios.
Siento cómo la prohibición está cediendo un poquito y la reitero: “en serio NO
vas a comprar nada hasta que termines de leer todo lo que tienes atrasado”,
sentencio. Pero hay una parte de mí que SABE que no es cierto, que sólo es
cuestión de seguir “matando el tiempo” y eventualmente encontraré algo
irresistible.
Camino por otro pasillo, sin
rumbo realmente. La tentación está en todas partes. Recuerdo con nostalgia mis
tiempos de estudiante, en donde “la prohibición” estaba sustentada en que no
podía comprar todos los libros que hubiera querido. Y funcionaba mejor,
ciertamente. Con esta idea en la mente, mi corazón da un brinco al encontrar el
libro Cosmos. Inmediatamente pasan dos cosas: me pongo triste, como siempre que
pienso en Carl Sagan, que murió sin ir al espacio; y me digo: “¡Epa! ¡Ése ya lo
tienes!”. Me río y la gente se me queda viendo un poco raro. “Sí, estoy
platicando conmigo misma. ¿Les molesta?”, pienso para mis adentros y sigo
caminando. Siete minutos y medio. Faltan 23 para mi reunión y cada vez siento
más que no voy a salir de este lugar sin algo en las manos.
Me muevo hacia los libros de
cocina, en donde la tentación baja considerablemente (la última opción, por
supuesto, es superación personal). Pastas, carnes, platillos mexicanos,
Cortázar… ¿qué hace aquí ‘El libro de Manuel’, en una edición mucho más bonita
que la que tengo en casa? “Palabra clave: la que TENGO EN CASA”, me dice mi
cerebro, mientras manda la orden de dejar ese libro en donde lo encontré.
Manazo mental y mis piernas me llevan a otro lado.
Me topo de frente con Anne Rice
(placer culpable, igual que Stephen King – a estas alturas, he aprendido a
aceptarme como soy). En esta sección es más sencillo resistir la tentación,
pues mi mente salta inmediatamente con el muy apropiado argumento de ‘están
traducidos al español’, pues sé perfectamente que prefiero leer los libros en
su versión original, cuando me es posible. Dado que éste es el caso, Anne Rice
regresa al estante y yo pícaramente me percato de que la librería tiene una
sección de libros en inglés. “Peligro, no vayas”, pienso, mientras me doy
cuenta que ya es demasiado tarde. Así que salta de inmediato la excusa ‘por
Amazon son mucho más baratos’ y me prometo a mí misma que sólo voy a ver. De
todas formas, no encuentro nada interesante y al minuto 14 decido moverme de
ahí.
Bueno, ya casi pasó la mitad del
tiempo y vamos bien. Me encuentro unas agendas y me acuerdo de lo incómodo que
era andar cargando la agenda a todos lados. ¡Qué tiempos aquéllos! Me pregunto
si aún habrá quien compre agendas impresas. Me imagino que sí, puesto que las
siguen vendiendo. Hasta ganas me dan de comprar una, aunque no sé bien para qué
la quiero. Huelo el peligro inminente y decido emprender camino hacia otra
sección.
Discos y películas. Una
aglomeración de personas manoseándolos me dice que será más fácil resistir la
tentación de este lado. Recorro todos los géneros musicales y del cine, sin que
nada me haga exaltar. Orgullosa de mi autocontrol, decido salir de la tienda
para acudir a mi cita. Llegaré 5 minutos temprano, me dará tiempo de cambiarme
los zapatos y alistarme. Camino a la salida, caigo en la trampa: ahí está, de
mi lado derecho, arrumbada entre miles de otros discos olvidados, la versión
completa de la serie Cosmos. Siento el ceño fruncirse y mi corazón dar un gran
salto, mientras algo dentro de mí se burla de mí misma y de la prohibición. “Sabes
que los querías desde hace demasiado”, retumba en mis oídos. No entiendo muy
bien cómo puedo estar enojada y jubilosa al mismo tiempo. Pero soy cautelosa.
Reviso que el audio sea el original en inglés. Es. Reviso luego el precio,
diciéndome que no tengo mucho dinero y no lo puedo gastar en esas cosas, porque
no es sabio y me voy a queda… ¡cuesta 160 pesos!
Saqué mis zapatos de la bolsa, me
calcé los tacones y entré airosa a mi reunión, sabiendo que en mi bolsa me
sonreía Carl Sagan, que entiende perfectamente cuáles son los límites de la
prohibición. Concluye mi parte sensata que no fue para nada buena idea entrar a
la librería, pero bien sabe que no es cierto.